Neumonia

May 14, 2011 at 1:15 pm (Cronicas, Libros, Un Mundo Frágil)

Presento este texto inspirado en la neumonía que me dio a mediados de 2010 y en el que se basa el cortometraje de mi hermano Victor González. Este proyecto que se realizará en el transcurso del 2011.

Me meterían una sonda para obtener algunas muestras internas del pulmón y así generar cultivos que explicaran esta repentina neumonía. Podrían ser hongos o algún virus oportunista, dado que mis defensas están por los suelos después del transplante de médula. También presento un cuadro severo de anemia. Apenas tengo tiempo de poner un par de mensajes por internet para pedir sangre y plaquetas. Vaya panorama.
Ya en el quirófano, me pusieron la mascarilla y supongo que me suministraron alguna sustancia vía intravenosa. Al segundo suspiro me desconecté.
NO PERCIBO NADA.
El camino está bordeado por unas imágenes semejantes a unos engranajes que giran e interactúan entre sí, con un aspecto muy a lo pop art, aunque sin el colorido propio del estilo artístico; son mas bien tonos grises y cafés. De hecho, es muy tranquilizante. Yo avanzo lentamente entre estas animaciones y doy por hecho que así debe ser. Hay un momento en el cual llego al limite del camino y con la misma naturalidad con la que llegué, tomo el camino de vuelta. En lo profundo de mi entendimiento la experiencia es placentera.
NO PERCIBO NADA.
Estoy confundido. Creo haber despertado, aunque estoy viviendo todo como una serie de fragmentos de realidad. Los doctores me dicen que mi situación es delicada y que debo cambiar mis expectativas, que definitivamente no saldré pronto, a lo que yo respondo casi con un berrinche. Tengo un disco a medias, mis hijas me requieren, no puedo ser un padre ausente, hay presentaciones pactadas, tengo que cancelarlas… y el dinero, no podré recuperar lo invertido, me angustio. “Rafael. Estás grave. Tu pulmón izquierdo se encuentra totalmente inflamado. Te tenemos que entubar porque estás a un paso de un paro respiratorio”. ¿Que es esto? ¿Sigo anestesiado? Me falta el aire. ¿Y mi familia dónde está? Calma. Confío en mis doctores, haré lo que sea necesario.
Mientras me llevaban por el trillado pasillo del hospital, con destino a una sala de operaciones donde me insertarían un catéter en el pecho, recordé la plática con Alex Otaola, apenas unos días antes, sobre lo trillado –más que nada en el cine– de ir por los pasillos de hospital, mismos que él recorrió unas semanas atrás en circunstancias igual de alarmantes. Pierdo la conciencia de nuevo.
NO PERCIBO NADA.
No he abierto los ojos aún, pero escucho las máquinas mientras trabajan. Seguramente están haciendo alguna remodelación en otro piso del hospital. Qué molesto. Oigo un tronido al que interpreto como una señal interna que me avisa cuando vuelvo a la conciencia… o al menos lo que estoy interpretando como conciencia. Nadie más lo puede oír. Se abren mis párpados y estoy en otro cuarto. Apenas me puedo mover. Estoy amarrado, literalmente amarrado. No sólo son los tubos que salen de mi boca, la mascarilla de oxigeno o las sondas que me alimentan o me despojan de todo tipo de sustancias. Tengo mis brazos amarrados a las esquinas de la cama. Estoy aturdido. En mi interior, una orden profunda me indica que no debo dejar de respirar y, sobre todo, no me puedo dormir.
Entran y salen personas. Me sacan sangre, me bañan en la cama, me toman placas de rayos equis y electrocardiogramas. Hay monitores con mis signos vitales sobre mi cabecera. Desfilan enfermeros y doctores que por momentos se transforman en una especie de híbridos entre pájaro y humano. De pronto entra mi familia, acompañada de la madre de mis hijas, pegados a la pared del fondo como si estuvieran en el borde de un desfiladero y tuviesen miedo a caer. Me sonríen y contesto la sonrisa. Se retiran con el mismo cuidado y continúan entrando y saliendo personas y me sacan mas sangre y me vuelven a bañar y me hacen mas estudios. ¿Esto tendrá un fin? ¿Cuando me liberarán? Debo respirar, no me debo dormir. Pasan las horas y el hecho se vuelve interminable, extraño. ¿Y si lo que pasa es que ya estoy muerto? Pero todo es tan real. Como agnóstico, siempre he pensado que al morir me integraré a la energía del universo, pero… ¿si en realidad existen un cielo y un infierno? Debo estar en el purgatorio. ¿Mas por qué yo? ¿Soy tan arrogante de pensar que siempre fui una buena persona? ¿Quien juzga eso?
Estoy agotado. Los ojos se me cierran. No me debo dormir, no puedo dejar de respirar. Los párpados me pesan. Por suerte, el tronido, esa señal interna, siempre me regresa a la realidad o a la irrealidad, no lo sé.
El hombre pájaro entra y me revisa. Me dice: “¡Tose! ¡tose! No dejes de toser, te hace bien. Deja que salgan las flemas”. Noto como éstas se acumulan en mi segunda boca, la de abajo. Pronto me doy cuenta de la sabiduría del hombre pájaro. Ahí está el arma con la que me defenderé de los demonios. Una sustancia tan destructiva que ya me está desgastando los dientes.
¿Y si el tiempo es mas lento para mí? Por eso se me hace eterno todo esto, no acaba. Los párpados me pesan y a veces no puedo evitar cerrarlos. Se ve todo morado. ¡El tronido! No me debo dormir. Entran unas enfermeras y por alguna razón que desconozco, me desatan las manos y me hacen prometerles que no me arrancaré nada. Quiero hablarles pero no puedo, así que afirmo con un gesto de la cabeza. A lo único que atino es a pedir con mímica que me dejen escribir algo. Entre mayúsculas y minúsculas puse: “QuítEnMe los TuboS PorquE El Tiempo PasA más Lento PaRa mí”. La respuesta es negativa, era de esperarse. Salieron y me dejaron solo con mis pensamientos. ¿Estaré muerto? Esto nunca acaba. La próxima vez les preguntaré si estoy en el infierno. Aunque el riesgo de hacerlo es que al descararlos, se mostrarán como los horribles demonios que son. ¿O no? Debo ser valiente y enfrentar cualquier revelación. No aguanto el sueño. Por un instante veo todo blanco. Es como la invidencia que describe José Saramago en Ensayo sobre la ceguera. Un blanco envolvente, una gran pantalla luminosa frente a mí. El tronido me regresa una vez más. No debo dejar de respirar, no me debo dormir.
Entra el hombre pájaro, ahora acompañado de otro hombre pájaro un poco más alto que él. Me revisan y discuten entre ellos. Me simpatizan. El bajito sabio me pide que respire profundo y no puedo evitar toser. “¡Eso! ¡Eso! ¡Tose! Eso es lo mejor”, me repite una y otra vez. “Tose, tose”, dice al retirarse. Qué loco está, pero me cae bien. Más muestras de sangre, más baños y mis piernas se mueven solas… o más bien hay algo que las mueve, pero no estoy seguro de qué. Siguen remodelando otro piso del hospital, las máquinas no dejan de sonar. Deben estar ampliando el edificio. Qué molesto. Todo es verde otra vez. Tronido.
Mi padre esta frente a mí. Le sonrío y parece gustarle esa mueca detrás de la mascarilla. No entiendo lo que me dice. Cierro los ojos. Ahora todo es verde. Suena el tronido y vuelvo. Es mi mamá la que está a un lado de mi cama. Pobres, qué malos momentos les estoy dando. Me dice que no me preocupe por el dinero y que mi papá esta viendo lo del seguro, que ya pagó mi predial. “¿El predial?”, pienso. Suena el tronido y mi mamá voltea ¡Ella también lo oye! Debe ser una condición especial por ser madre e hijo. Algún tipo de percepción que compartimos de forma natural. Cierro los ojos. Hay un paisaje en el cual se ve una caravana en la lejanía, me gusta. Suena el tronido y vuelvo. Un enfermero y una enfermera me están acomodando en la cama. Como antes, con mímica, les pido que me dejen escribirles. Me armo de valor y anoto: “¿EstOy eN el infierno O eN el PurgAtorio? Si es así ¿PoR qué Yo?”. Espero su reacción y me invade el miedo, casi pavor. Ellos se ven entre sí, se notan confundidos. Tras unos segundos, el enfermero me contesta: “No, tranquilo. Estás enfermo y debes ser paciente”. Me veían con compasión. No hubo transformación ni infierno ni demonios. Desconfío igual. Esto no es normal. No es un sueño y la realidad es tan extraña. Cierro los párpados y sólo veo morado otra vez. Debo respirar, no me puedo dormir.
El tronido me regresa. “¿Rafael, cómo estás?”, me pregunta la doctora Elizabeth. Asiento con la cabeza. “Qué susto nos has dado”, continúa. Ahora le pido a ella que me deje escribirle algo. “TeNgO miedo de dormir eSta noChe”. Me sonríe y me dice: “No te preocupes. Nada va a pasar. Te estamos cuidando y estás mejorando”. No puedo más. Estoy agotado. Qué día tan largo. Cierro los ojos.
Me despierto porque me están quitando el tubo. Vuelve el miedo. ¿Y si no puedo respirar? Es un alivio ver que el aire entra directamente por mi boca, sin ninguna consecuencia fatal. Me preguntan si estoy bien y afirmo. Ahora me ponen una mascarilla diferente, un poco asfixiante pero mejor que el tubo y la mascarilla anterior. Mi segunda boca ha desaparecido. Debo respirar, puedo respirar. No muero aún. Descanso.
NO PERCIBO NADA.
“Buenos días ¿Cómo te sientes?¿Sabes que llevas una semana sedado? Estás en terapia intensiva”, me dice mi papá. “No sé, no me acuerdo. ¿Una semana?”, contesto sin entender qué pasa. Tengo una laguna mental de varios días. Que manera de perder el control. Me siento más vulnerable de lo que ya me sentía. “¿Estuve inconsciente?”, pregunto. Mi papá me explica que no exactamente, que hubo momentos en que me disminuían el sedante y tenía momentos de semiconciencia. Ahora suena el tronido y como si fuera un balde de agua fría que cae sobre mí, inclemente, recuerdo todo. He vivido con mis sentidos alterados una semana, como si fuera un largo y tormentoso día. No fue una pesadilla, no estuve muerto, fue algo bastante terrenal. Simplemente percibí todo bajo la influencia de sustancias que alteraron mis sentidos. El tronido es producido por una pequeña bomba que infla unas botas hidráulicas especiales que me pusieron en las piernas para evitar trombosis. Otro aparato a mi lado suena inocentemente, como las máquinas que suponía eran sierras de una obra de ampliación del hospital. Los doctores dejaron su aspecto de pájaro. Una enfermera me saluda con mucha familiaridad, pero no la recuerdo. Me explican que estuve a un paso de la muerte. Entenderlo de pronto no es muy fácil.
Estaré tres semanas más en el hospital, ya que la anemia aún no está controlada. Me pasarán a terapia intermedia, en donde compartiré el piso con Luis Echeverría (¡ay, nanita!). Después, a un cuarto normal.
Al salir de terapia intensiva, veo sobre la pared unas flores que se mueven. Cuando quiero confirmar mi visión ya no están. He bajado diez kilos.

Nota escrita a los enfermeros

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